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El gato


The cat with a mirror II, Balthus


Juan García Ponce, Novelas Breves, Alfaguara, 2002
El gato es una novela que también es un cuento. Juan García Ponce usa este animal como un símbolo de unión entre la pareja protagonista, y le da el carácter de  observador para elevar su relación al terreno de lo “real”. Los universos narrativos de este autor son, en su mayoría, cerrados pues sólo comprenden a los personajes protagonistas con muy poca participación de otros sujetos secundarios. En el cuento, sólo está D. y su amiga anónima, en la novela son dos personajes, menos aislados de la realidad de la narración puesto que tienen un nombre completo, ya pueden ser nombrados e interactúan con otros. Juan García Ponce no busca rehacer la historia del cuento, ni tampoco hacer una continuación de la historia, Andrés y Alma bien pueden ser los otros anónimos, lo que cambia es la forma en que el autor los expone frente al lector, con un desmenuzamiento  de sus personalidades, de sus acciones, de su sexualidad. Andrés y Alma se despliegan frente al lector: vemos acciones cotidianas, dentro y fuera del departamento, dejan entrever una necesidad de exposición de sus cuerpos para que los otros reconozcan lo que ellos son y así tener una confirmación propia de su existencia. Una exposición incompleta porque sólo es la de sus cuerpos, y al mismo tiempo profunda, porque es la exposición de su atracción sexual, y por lo tanto amorosa. Una paradoja, sí. Una de las tantas que habitan dentro de la narrativa de Ponce. Si bien, en otras novelas del autor, el conflicto mayor de los personajes es encontrarse a sí mismos a través del otro y la necesidad de entender como unirse a ellos, de manera tangible e intangible, en el caso de Andrés y Alma también tienen la necesidad de ser observadores de sí mismos y de ahí partir hacia la unión con el otro. Se miran a través de los otros, y eso los valida como personas reales, no basta con se toquen entre ellos mismos, también tienen que ser “tocados” por la mirada de los extraños. Para Alma, el gato se convierte en el mejor observador de todos puesto que puede entrar en su mundo aislado y pueden mirarse a través de él. Es el testigo perfecto que necesitan para su relación amorosa. El niño que los observa en la playa es el otro testigo ideal: anónimo pero sumamente activo como espectador, gracias a que él los ve, ellos existen completamente —junto con su amor— a ese universo que está fuera del departamento. Debido al encierro al que ellos mismos se someten, llega un momento en el que necesitan salir, para saber que existe fuera de lo que ellos han creado como suyo.

En los distintos encuentros sexuales que tienen, el gato se hace presente como un elemento, o una herramienta necesaria o un repositorio de su amor y su deseo: a veces él lo acaricia y luego a ella, o el lugar donde el gato estuvo; otras veces, ella lo mira —mirarlos— mientras es acariciada, o lo acaricia y luego hace lo mismo con Andrés.


En esta historia la mirada se vuelve sumamente importante, incluso, la estructura formal de una obra de teatro vuelve al libro, al texto, un escenario en donde el lector no sólo lee sino que también ve lo que ocurre entre Andrés y Alma. Es aquí en donde aparecen esos cuadros narrativos que caracterizan la obra narrativa del autor yucateco —el ensayista y poeta Alfonso D’Aquino describe la narrativa de García Ponce como un conjunto de cuadros verbales, en el sentido de que el flujo de la narración más que girar en torno a las acciones lo hace a las descripciones de escenarios y pensamientos—. El mismo García Ponce, señala en el prólogo que la novela está compuesta por cuadros vivos; cajas vacías en las que se insertan a los personajes para que actúen y se revele, con más claridad, el voyerismo inherente a un lector se vuelve exponencial con esta forma de narrar. El erotismo en algunas escenas alcanza tal intensidad que pueden llegar a sonrojar al lector, no porque llegue a considerar que son actos inmorales, sino por la descarada contemplación —además del disfrute— de una sensualidad que primero pertenece a ellos, a la pareja, y que luego extienden al niño en la playa, el gato, el taxista o el compañero de trabajo de Alma, con quien intenta engañar a Andrés —y que al final abandona tal deseo por no tener el acompañamiento de ese otro que observe—; pero no sólo es eso, es también el reconocimiento de que uno puede buscar la validación de su existencia gracias al exhibicionismo, cualquiera que éste sea, y gracias al amor, al sexo. En otras novelas del autor, uno es partícipe de la intimidad de los personajes a través de sus pensamientos, no de sus actos, contrario a lo que sucede con Andrés y Alma. En ellos hay una introspección distinta de lo que piensan, creen y sienten: Ponce se preocupa más por hacernos ver lo que sienten físicamente, es el medio por el que conoceremos sus sentimientos internos. El narrador omnipresente de Ponce parece tener un especie de juicio frente a las acciones y pensamientos de los personajes, pero en El gato abandona toda posible opinión sobre los actos, y se convierte como tal, en un mero transmisor que nos permite ver lo que sucede con ellos, como lo puedo hacer una videocámara o unos binoculares. Andrés y Alma son como dos entidades que se mueven dentro de un cuadro verbal, y es así como ellos mismos se conciben, sobre todo Alma, que en algún momento hace hincapié en su necesidad del otro —Andrés, el gato, el niño, el lector, todo él que la observe— para poder sentirse perteneciente a la vida. Los necesita para sentirse viva.

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