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Editar libros también es escribirlos




En su ensayo La edición como un género literario Roberto Calasso rompe con una de las percepciones más absurdas y anacrónicas que se pueden tener del proceso editorial. Él escribe: “los libros publicados por cierto editor podía percibirse como eslabón de una misma cadena, o segmento de una serpiente de libros, o fragmento de un solo libro compuesto de todos los libros publicados por ese editor”.  Calasso se refiere al impresor italiano Aldo Manuzio, precursor del oficio editorial. Al remitirnos a su figura, lo que nos quiere decir es que sí, un editor forma un libro pero la palabra formar  debe entenderse como una secuencia de acciones que va desde elegir los textos, los títulos del catálogo, los autores, las discusiones, los conflictos hasta planear estrategias de difusión, los materiales de impresión, entre otros menesteres. Lo que Calasso nos dice es que el editor también escribe, pero desde otras plataformas, combinando lenguajes.

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Al parecer muchos escritores casi siempre los primerizos tienen un conflicto muy animoso con la figura del editor. Por un lado lo ven como un personaje indispensable pues es el encargado de poner su escritura a la disposición de otros. Pero también lo ven como una especie de plaga invasiva a la que deben combatir constamente para evitar la “contaminación” de su estilo. Pienso que muchas veces esta concepción paradójica de la relación editorial surge de la falta de experiencia o de una mala concepción de cualesquiera de las dos posiciones dentro del proceso de publicación. El editor no es una plaga ni un protagonista, sino el puente que permitirá el ciclo comunicativo entre un artista y un receptor. Es generoso, inteligente, pulcro en su trabajo. En todo caso, el protagonista dentro del proceso editorial es el lector, siempre el lector.

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Hace unos meses, Pictoline sacó una infografía en la que hace una interpretación inexacta de un hermoso texto de Paul Auster titulado I want to tell you a story, publicado en The Guardian, en el 2006. Según Pictoline, Auster dice que “cada libro es una colaboración única entre dos personas, un lector y un autor. Nadie más”. Cierto es que en la fuente original Auster habla de esta relación intíma que entabla el lector con el escritor en el espacio introspectivo de la lectura, pero en ningún momento suelta una declaración tan tajante como “nadie más”. De hacerlo estaría cayendo en una inexactitud: no puede existir libro sin un proceso editorial y no puedo haber proceso editorial sin la comunidad. La relación colaborativa entre el autor-lector que recalcan los autores de Pictoline siempre estará atravesada por otras personas, por equipos de artistas que, ciertamente, también dominan técnicas y tecnologías. La escritura puede hacerse de manera solitaria, en el aislamiento de un cuarto o de un escritorio, pero la edición se hace desde una polifonía donde se conjuntan ideologías, propuestas visuales, materiales gráficos, detonadores de discusiones y textos.
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Cuando entrevisté al editor mexicano Rodrigo Castillo surgió un  planteamiento muy significativo: en los últimos años los escritores los artistas en general comenzaron a asumirse no sólo como creadores, sino también como gestores. Son múltiples las  razones por las cuales un artista se sale del terreno romántico del proceso creativo para comenzar a conocer y dominar los mecanismos para llevar su obra a otros niveles o para hacerla pública. Fotógrafos que aprenden a montar exposiciones, pintores que también son curadores de galerías, cineastas que diseñan estrategias para obtener recursos económicos y escritores que se vuelven editores. Esta nueva postura frente a nuestras obras de arte me parece fascinante porque nos da cierta libertad y movilidad. Esta visión del artista-gestor, por ejemplo, ha hecho mucho bien a los distintos grupos creativos que se mueven en Cuernavaca, que con o sin la colaboración de las autoridades gubernamentales o instituciones privadas han echado adelante sus proyectos artistícos logrando, en algunos casos, llegar a nuevos públicos. Sin embargo, esta independencia y fuerza organizativa también significa una gran responsabilidad. No por hacer ediciones independientes o autopublicaciones se vale jugarle tretas al lector. Siempre debemos estar interesados en lo que vamos a comunincar y cómo lo vamos a comunicar. No es justo para el oficio, hacer libros sólo por las ganas de decir que somos editores. En la edición no puede caber la arrogancia ni la pretensión.


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En el El arte nuevo de hacer libros Úlises Carrión sentencia con energía: “En el arte viejo el escritor se cree inocente del libro real. Él escribe el texto. El resto lo hacen los lacayos, los artesanos, los obreros, los otros. En el arte nuevo la escritura del texto es sólo el primer eslabón en la cadena que va del escritor al lector. En el arte nuevo el escritor asume la responsabilidad del proceso entero”.

Un consejo constante en mis asesorías editoriales es decirles a los autores que tomen la responsabilidad de sus libros. Hacer una antología de cuento no sólo implica juntar todos los relatos que escribimos durante un año, el orden editorial también conforma discursos y puede destruir o consolidar un proyecto. Los titulares que elegimos en una nota de un medio digital dice mucha de nuestras posiciones ideológicas, porque de ellas se construyen las líneas editoriales. Uno sabe de antemano a qué se enfrentará cuando compra un ejemplar de Letras Libres, Tierra Adentro o Voz de la Tribu porque los editores han delineado a los autores que se encuentran en sus páginas. Por ello, la labor del editor antes que ansias de protagonismo debe tener un gran sentido de la responsabilidad comunicativa que implica su trabajo, pero esta responsabilidad no la carga solo, la comparte con el autor quien debe estar siempre al pendiente de la forma última de sus textos. Por que si no lo hiciera así, como apunta Carrión, el escritor sólo estaría produciendo textos, no libros.



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