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Autorretrato I



Mi cuerpo está marcado por caminos de lunares y cicatrices.

Incluso, hay un lunar que también es cicatriz. 

Mis favoritos son los que se encuentran sembrados en mi rostro.

Tengo un lunar que cubre casi toda mi muñeca derecha. De niña me gustaba imaginar que era un perico gritando, mamá decía que era la "botita" de Europa.  

Una cicatriz en la ceja izquierda es mi rasgo definitorio.

Tengo una espalda de aproximadamente 37 centímetros.

Mis padres constantemente la señalaban como un defecto, una deformidad que me hacía ver menos femenina. 

“Esa blusa se te ve bien, a pesar de tu espalda ancha”.

Por eso, casi nunca uso blusas de tirantes o strapless cuando tengo el pelo corto.



Mi talla de calzado es 5 1/2 ó 6.

Era la niña que calzaba más grande de todas mis primas.

Siempre que mis pies aumentaban un centímetro mi abuelita bromeaba diciendo que debían hacerme como las niñas chinas: vendar los pies para que ya no crecieran. 

Mis pies son todavía una causa  de vergüenza. 

Nunca me he sentido particularmente bonita, pero siempre me ha gustado la forma de mis pequeños ojos. 

Suelo verlos detenidamente en el espejo, cobijando un pequeñísimo lunar en el párpado superior. 

Hace unos meses, comencé a perder peso porque, después de un diagnóstico de anemia, el doctor me recomendó hacer más ejercicio.

Comencé a correr.

Me gusta mucho correr. 

Es el único espacio, la única actividad que me aísla de mis pensamientos. 

Sobre la pista sólo soy un cuerpo en movimiento. 

Sólo ahí puedo descansar de mí misma.

Antes de ser consciente de mi cuerpo a través del ejercicio pensé que no tenía complejos sobre mi cuerpo. Pero era una mentira. 

No me gusta  mi espalda, mi rostro, mis codos, pies, rodillas, axilas. 

Quiero tener el control de todos ellos para luego, destruirlos.  

Este proceso, lo vivo en secreto.

A veces pienso que mi propia existencia debería darme vergüenza: 

porque mujer, 
porque morena, 
porque hija de la "clase baja", 
porque tímida, 
porque débil, 
porque insegura, 
porque introvertida.

Sólo quiero desvanecerme.

Siempre ocultarme.

Hay días en los que no soporto verme en un espejo.

Hay días en los que, a pesar de que C me diga: "Tranquila, todo está bien. Te ves muy bien", mi cabeza dice: "No, no está bien. Estoy horrible. Me avergüenza la e que los demás me vean".

Eso pasa porque no tengo un switch en los ojos.

Durante el proceso de aprender a amarme he comenzado a amar, pero sobre todo, respetar el cuerpo de las demás. 

Ya no me interesa fiscalizar el cuerpo de ninguna otra mujer.

A veces, caigo.

No me puedo programar como un robot.

No puedo evitarlo.

Pero sí aprender a no hacerlo.

Afortunadamente, cuando mi boca está a punto de decir: "Esa mujer no debería...", una luz violeta se prende en mi cabeza y me quedo callada.

10 planas de: "Me merezco no fiscalizar el cuerpo de las demás".

Ese tipo de comentarios se valen callar.

Todavía no lo logro del todo conmigo.

No necesito que nadie fiscalice mi cuerpo.  Yo lo hago todos los días.

Pero ahí, voy. Paso a paso.

Conociéndome.

Aceptándome.

Perdiendo la vergüenza por este cuerpo.







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